Jan Grzebski tuvo un accidente en 1988. En aquella época él vivía en Polonia, un país comunista del Pacto de Varsovia que en plena Guerra Fría se enfrentaba al temible bloque occidental de la Comunidad Económica Europea y a la OTAN, liderado por Estados Unidos. Era un país con una renta per cápita irrisoria y un PIB pobre, sostenido casi por entero por la potente Unión Soviética que hacía de motor de toda la órbita comunista mundial. En aquel momento, tras el accidente, cayó en coma y sus médicos le dieron tan sólo unos meses de vida.
El otro día, Jan despertó como si tal cosa en Polonia. Se encontró que la Unión Soviética había desaparecido, y en su lugar sólo estaba una Rusia gobernada por un descerebrado. La Polonia que él dejó, del racionamiento y de la penuria económica ya no existe. Ahora Polonia pertenece a la Unión Europea, una organización nueva, heredera de aquella organización amenazante de la —entonces— Europa occidental. Lo único que quizá le suene familiar es la actitud prepotente de Estados Unidos.
La perseverancia de su mujer, Gertruda, cuyo denuedo fue mucho más allá de los débiles esfuerzos médicos, fue lo que le salvó de una muerte segura no por sus heridas, sino por simple abandono. Fue el amor profesado por su mujer el que la hizo dedicarle 19 años de su vida a acompañar y acomodar a un ser que encanecía poco a poco sin ofrecerle ningún abrazo. Y su dedicación obtuvo una recompensa que si por los médicos hubiese sido, jamás habría podido disfrutar. Gracias, Gertruda, por darnos un ejemplo de amor como este, que remueve los cimientos de los conceptos de vida o muerte.
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