17 jun 2007

Tierra: El planeta perfecto para el cerebro

Cada vez que pienso en lo perfecto que es nuestro planeta para nosotros, me sorprendo. Quizá es que la Tierra es un planeta idóneo para nosotros, o quizá (y más probablemente) es que nosotros somos lo que nuestra madre Tierra nos ha dejado ser. Lo cierto es que nuestra nave azul tiene una serie de características únicas que han favorecido no sólo la aparición de la vida, sino el desarrollo de la inteligencia.


El magnetismo terrestre desvía la radiación solar nociva
Para empezar, la Tierra está lo suficientemente cerca del Sol como para que la radiación solar mantenga el agua líquida. Esto es magnífico, pero también supone un problema. Acercarse a esa distancia tan corta de una fuente de emisión de diversas radiaciones nocivas es peligroso. Afortunadamente, la Tierra cuenta con un campo magnético que actúa como un escudo de fuerza digno de cualquier película de ficción científica, desviando esa radiación biocida que pasa de largo sin tocar nuestro planeta. Esto permite que la vida se desarrolle, y aparecen los primeros seres semiinteligentes.

Medir el tiempo es fundamental para cualquier forma de inteligencia, y esto requiere observar un suceso que ocurra a intervalos regulares. Una clepsidra deja caer gotas a intervalos regulares, pero hay que rellenarla y no es fácil de transportar. Lo ideal es contar con algún suceso periódico que utilizar como patrón y que no requiera mantenimiento ni intervención por nuestra parte. Además, ese suceso periódico ha de ocurrir en periodos relativamente cortos, ya que un lapso demasiado largo no permite calcular tiempos manejables. Así las cosas, una buena medida del tiempo es el hecho de que una enorme bola de fuego atraviese el firmamento cada cierto tiempo. Es lo que llamamos "día". Los días no eran demasiado regulares, eran muy largos en verano y muy cortos en invierno, y esta diferencia se extrema con la latitud. El caso es que esa diferencia ocurre también a intervalos regulares. Concretamente tenemos un día excepcionalmente largo cada 365 días. Y aquello se llamó "año". Pero la diferencia temporal entre un día y un año es demasiado grande. De nuevo una carambola astronómica hace que nuestro satélite pase dos veces al día por encima de nuestras cabezas. Pero su movimiento hace que lo veamos cambiar de forma. En concreto cambia de forma cada 29 días. Casi exactamente 12 veces en un año. 12 lunas nuevas cada año. Fue lo que llamamos "mes". Esto permitió los primeros intentos de medir el tiempo, nos permitió una primera aproximación. Puede decirse que la Naturaleza nos dio pie para que empezásemos a medir el tiempo antes de que pudiésemos inventar los relojes de cesio.

El ser humano se desarrolló, y fue fundamental orientarse para explorar el entorno, dando rienda suelta a su natural curiosidad. De nuevo como por arte de magia, la Tierra presenta un campo magnético orientado casi perfectamente con el eje de rotación, lo que permitió de nuevo hacer los primeros pinitos en la geolocalización antes de que inventásemos el GPS.

El cerebro se desarrolla grandemente gracias a los estímulos que se reciben del entorno. Sin un planeta que ofreciese pistas, quizá el cerebro no habría podido desarrollarse hasta ser lo que tenemos bajo el cráneo...

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