Había una vez un escorpión que quería cruzar un río. Entonces vio una rana en la orilla, y le pidió cruzar el río a lomos de ella. La rana se negó, aduciendo que cuando estuvieran cruzando, el escorpión la aguijonearía. "Estás loca", respondió el escorpión. "¿No ves que si te pico y te hundes, yo, al no saber nadar, también me ahogaré?" Y con este argumento, convenció a la rana, que permitió al escorpión subir a su lomo y comenzó a nadar hacia la otra orilla. Pero a mitad de trayecto, la rana notó cómo el escorpión la picaba con su letal aguijón. "¡Pero qué haces, insensato! ¿No ves que ahora moriremos los dos?" le increpó al escorpión. A lo que este, apesadumbrado, respondió "No he podido evitarlo. Está en mi naturaleza."La moraleja del cuento viene a decir que es inútil servir a aquellos de naturaleza oscura e ingrata, ya que siempre actuarán conforme a lo que es viene dictado en su forma de ser.
Esta fábula siempre me ha parecido un ejemplo paradigmático de lo que viene a ser la concepción occidental de la predestinación, de la ausencia de cambio, en firme oposición a la cultura oriental de la mejora continua, del cambio continuo y de la evolución. En occidente, desde la más remota antigüedad, la condición humana se consideraba algo inmutable. Se tiende a pensar que la gente no cambia, e incluso existe la convicción de que dicha condición humana se hereda a lo largo de la estirpe en toda la línea genealógica. Esta concepción cosmogónica que hunde sus raíces en lo más profundo de la historia indoeuropea, graciosamente no ha podido ser lavada mediante el "libre albedrío" promovido por las religiones judeocristianas, que poco han podido hacer en contra de ese sentimiento de predestinación tan profunda y vastamente enraizado en los pueblos al oeste del Hindu Kush.
En el otro polo, en el otro platillo de la balanza, está el contrapeso de la concepción hinduísta, heredado luego por el budismo, del cambio, la mutación, la evolución, tanto en vida, como en el paso de una vida a la otra, materializado en forma de la reencarnación, y que dota a cada ser de una vitalidad y positivismo para enfrentarse a la adversidad que en Occidente causa admiración. Cada individuo es consciente de que lo que quiera que sea mañana, será consecuencia directa de lo cómo actúe hoy. No en vano, el proverbio tibetano reza:
Quien siembra un pensamiento, cosecha una acción.En consecuencia, todos los seres humanos son conscientes de la importancia de cada acto, ya que tendrá una consecuencia directa en sí mismos y en su entorno, además de condicionar su siguiente reencarnación. Esto tiene dos lecturas. En un nivel de lectura más primario, totalmente inconsciente, se pierde el miedo a la muerte como un trance de no retorno, traumático, ya que se asume el hecho mortal como un mero trámite hasta la siguiente reencarnación. Tan sencillo como abrir una puerta para pasar de una habitación a otra. No hay cielo ni infierno. No hay purgatorios ni agonías. No hay lagunas estigias donde las almas agonicen. No hay juicios finales. No hay miedo. Quien se enfrenta al trance de la muerte sólo cuenta con que renacerá con una memoria borrada, y sin recuerdos de su vida anterior, salvo (dependiendo de las culturas), cuando se es niño. La más tierna infancia, de la que, casualmente cuando somos mayores no conservamos recuerdos, es la etapa en la que se recuerda la vida anterior. Así, para muchas culturas orientales las historias y fantasías de los bebés son en realidad recuerdos de su vida anterior, aún en trámite de ser borrados, de los cuales no quedará ni rastro cuando el infante se convierta en adulto.
Quien siembra una acción, cosecha un hábito.
Quien siembra un hábito, cosecha un carácter.
Quien siembra un carácter, cosecha un destino.
La segunda lectura de esta visión, ya de más alto nivel, a un nivel consciente, es la de la responsabilidad de los actos hacia uno mismo y hacia terceros. La ausencia de una absolución impuesta por una clase sacerdotal, en base a confesiones, extremaunciones y demás parafernalia, se traduce como una forma de autocontrol de la población en la que, en términos generales y de forma tradicional, hay una menor historia en lo referente al crimen en cualquiera de sus variedades. El irrespeto por la vida o la propiedad ajena dejan una marca indeleble que condicionará la siguiente reencarnación del individuo. No puede uno cometer mil tropelías para acabar arrepintiéndose en el lecho de muerte previamente a la extremaunción, y a pesar de ser un ser miserable, entrar por la puerta grande en el Reino de los Cielos. Esos trucos no sirven en Oriente. Cada individuo ha de ser responsable de sus propios actos, pensamientos, etc. y compensar los negativos con otros positivos. ¿A alguien le suena el concepto panoriental del Karma? Sólo con un balance positivo al final de la existencia, puede esperarse una reencarnación en un mejor status. Y dado que la muerte puede sorprendernos en cualquier esquina, conviene llevar la cuenta en positivo constantemente. ¿A alguien le sorprende los bajos índices de criminalidad existentes en las comunidades tradicionalmente orientales? ¿A alguien le sorprende ahora, por citar un ejemplo, que en Japón existan tiendas sin dependientes, en los que la gente se lleva los artículos y deposita el importe en un cesto abierto?
Es un ejemplo más de cómo las concepciones más básicas sobre cómo vemos nuestra existencia, por más que nos creamos modernos, vienen transmitiéndose desde hace cientos de generaciones, probablemente en una forma más arraigada con la división genética que produjo las diferentes razas humanas, hace entre 2.000.000 y 100.000 años (ya sea la teoría Multirregional o la de Origen Africano Reciente, o en inglés Out of Africa Theory), de lo que podamos imaginar. Posiblemente habría que buscar el origen de esta concepción tan primaria en los condicionantes de entorno de las poblaciones prehistóricas tal vez incluso de homo erectus. Aunque esto es otra historia.
1 comentarios. Deja alguno tú.:
Lo cierto es que tienes razón en que lo tuyo es una diarrea mental.
Con todo y eso, es interesante lo que escribes.
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