Si hay algo que cualquier ciudadano aborrece es perder el tiempo en colas de ventanillas burocráticas donde un lacónico funcionario te atiende de mala gana o te indica incorrectamente sobre esta u otra gestión, debido a lo cual días más tarde uno ha de volver a perder el tiempo en la cola de esa u otra ventanilla burocrática donde ese mismo u otro lacónico funcionario te atiende de mala gana o te indica incorrectamente sobre la misma u otra gestión diferente. A este propósito cabe mencionar que ese funcionario me da un pésimo servicio, en ocasiones incluso maleducado, a mí. A la persona que le paga el sueldo. A la mano que le da de comer. Gracias al cielo vivimos en el siglo XXI y por tanto uno puede ahorrarse verle la cara de ajo, o esperar inútilmente a que llegue de tomarse su enésimo café de media hora, gracias a los avances de la tecnología. Yo un auténtico fanático de la tecnología aplicada a la vida cotidiana. El LHC es la caña, desde luego, pero el sensor de aparcamiento me parece la bomba. Por eso creo que debí de ser de los primeros españoles en disponer de un Certificado Digital de Firma Electrónica, allá por los noventa. Cuando le contaba a la gente que yo presentaba mi declaración de la Renta por Internet me miraban ojipláticos como si tuviesen delante al Capitán Kirk en pijama, hablándoles del motor de curvatura recién descendido del Enterprise (teletranspórtame Scotty).
En aquella época yo era joven e idealista, y creía que “en el futuro” las cosas serían mejores. Cuando se habló por primera vez del DNIe (poco después de aquello), yo ya me imaginaba pagando con créditos en vez de con pesetas, gracias a un multipase identificativo que contendría en una única tarjeta desde mi DNI hasta la tarjeta de crédito, pasando por la de fidelización del supermercado o la de socio del Blockbuster (D.E.P.). Al poco se filtraron algunas de las características de dicha maravilla venida del futuro, y caí desde mi Walhalla tecnológico directamente al suelo español. El DNIe iba a ser una majadera bazofia hecha para contentar a cuatro politicuchos, que recordaba al ladino sastre que hizo el traje nuevo del Emperador.
No estaba todo perdido. El DNIe saldría adelante mal que bien, aunque fuese una mierda pinchada en un palo. No importaba, los aguerridos defensores de la Administración-e estaban dispuestos a todo con tal de convertir a nuestra piel de toro en la vanguardia de lo digital. En aquella época nos convertíamos en el país más securizado del mundo gracias a una legislación de Protección de Datos Personales al más alto nivel. Como oí decir a un experto en Seguridad Lógica «En fútbol somos una mierda —aún no habíamos ganado la Eurocopa—, pero en Protección de Datos somos Brasil»
Entretanto, en otro lugar se gestaba un fantástico proyecto de notificación electrónica. Sería maravilloso poder recibir por correo las notificaciones de multas de tráfico y de los palos de Hacienda. Por supuesto, el que suscribe estaba el primero de la cola para digitalizarse. Vi cómo el cartero virtual me traía un par de multas de aparcamiento o algo parecido. Era maravilloso porque, tal como sucede con el cartero de carne y hueso, uno podía recoger (o no) el certificado de la DGT, viendo de dónde procedía. Pero luego dicho cartero electrónico debió de romperse una pierna, o las dos, porque no volvió a aparecer por mi buzón de correo electrónico. Fue una lástima, porque habría sido un mecanismo maravilloso para que Hacienda me informase de que el Modelo 300 era sustituido por el Modelo 303, en vez de enterarme al último día de su presentación y que a causa de ello me saliesen canas de golpe y mi miocardio perdiese una década de vida útil. Pero eso sucedió mucho tiempo después de que el sistema de Notificación-e empezase a coger polvo en el fondo de algún servidor.
Un buen día me llegó el momento de solicitar el Certificado de Firma Digital para una persona jurídica y no física. El trámite no podía ser muy diferente. Bastaría con acreditar la existencia real de dicha persona jurídica (tal como hace una física). Pero si bien a una persona física le piden sólo su DNI, a la jurídica le piden, además, la partida de nacimiento. O lo que es lo mismo, la inscripción en el Registro Mercantil.
Si el mundo de los trámites burocráticos administrativos relacionados con la empresa es estrambótico y anodino como ninguno, los registros mercantiles se llevan la palma. Por supuesto, el Registro Mercantil de Madrid, tiene su página web… hecha con Microsoft FrontPage en una tarde de marzo de 1998, por lo menos. Resulta que el mencionado certificado de nacimiento de la empresa, hay que pedirlo al Registro Mercantil. Ni que decir tiene que la única forma de contactar satisfactoriamente con el Registro Mercantil de Madrid es el teléfono. Un teléfono que 6 de cada 10 veces comunica, y 3 de cada 10 no lo coge nadie. Esto nos deja una raquítica tasa de éxito del 10%. Cuando conseguí comunicación, le conté brevemente mis penas, y una señorita me ofreció las dos posibilidades para solicitar dicho certificado. Uno es claro está, ir físicamente allí y aguantar la puñetera cola, perder una mañana y ya. Y el otro método… por fax. Mi querido fax, del que ya he contado sus bondades. No hay forma de pedirlo electrónicamente, a través de la web, a través del correo electrónico… Nada. ¿Para qué?, si a fin de cuentas el DNIe es una mierda… Además, para esto no haría falta el DNIe, ya que el fax tampoco es que verifique que lo he enviado yo… En fin. Por supuesto, dicho certificado no es un PDF firmado, no. Es un papel físico y deteriorable, que me envían por correo contra reembolso de la correspondiente tasa.
Otro de los trámites que requiere la activación de una empresa son los puñeteros libros. Uno de los libros es el Libro de Visitas. No es la aplicación que tenían todas las webs de los noventa. Es un libro de 50 hojas duplicadas y numeradas correlativa y consecutivamente, tamaño DIN A4, para que cuando venga un Inspector de Trabajo, firme las hojas, se lleve una del par, y quede la otra como resguardo. Dicho libro se adquiere físicamente en cualquier papelería, pero hay que “legalizarlo” llevándolo al Ministerio de Trabajo o equivalente, donde lo sellarán y adoptará carácter oficial. Leyéndome toda esta farfolla burocrática y decimonónica me encuentro, oh fortuna, que existe algo llamado “libro de visitas electrónico”. ¡Jarl! ¡Bien! Así que me encamino hacia la web del Ministerio de Trabajo donde está la solicitud que ha de rellenarse para la mencionada versión digital del mencionado libro. La solicitud es un documento de Word (propietario, caca), que uno ha de descargarse, rellenar… ¡¡Y llevar al Ministerio!! O sea que si uno quiere evitarse llevar el libro físicamente al Ministerio para sellarlo, la opción que tiene es descargarse el documento, imprimirlo y llevarlo físicamente al Ministerio. Kafkiano. No sólo eso, sino que un par de líneas más arriba, la propia web advierte que el Ministerio de Trabajo no dispone de medios de presentación telemática, y que por tanto uno puede ir allí, o ir allí. Ah bueno, siempre tenemos la opción del puñetero fax.
En qué hora se inventaría Internet, el DNIe, la Adminsitración-e y demás zarandajas. En la época de los oficinistas con visera, manguitos, pluma de mojar y del “Vuelva usted mañana”, esto funcionaba exactamente igual de mal que ahora pero al menos uno se resignaba a sabiendas de que no existía un mundo mejor.
0 comentarios. Deja alguno tú.:
Publicar un comentario