Tras el atentado de ayer en Madrid, me encontré en la carretera con la consabida operación "Jaula" y no pude evitar pensar (de nuevo) en la inutilidad de la misma, que finalmente sólo sirve para producir tremendos atascos.
No es que no quiera que se coja a los malos, pero hace muchos años, cuando era joven, me contó una amiga una historia de las de reír por no llorar. Antes, es preciso que nos pongamos en situación. Mi amiga regentaba en aquellos tiempos una agencia de señoritas, o como solemos llamarlo el resto de los mortales, un puticlub (aunque a ella esta denominación comercial no le gustaba nada). Este local, situado en un primer piso del barrio de Salamanca era frecuentado por clientes de lujo y además de ofrecer servicios a domicilio, disponía también de dos o tres habitaciones para servicios in situ. En cierta ocasión, me contaba, un cliente llegó y solicitó una habitación y una chica. El cliente pasó allí todo el día, pidió pizza, whisky, otra señorita, más pizza, más whisky... Así pasó el cliente más de dos días en la habitación, soltando dinero a intervalos regulares. Satisfecha su hambre, su sed, y el resto de necesidades que tuviere, decidió irse. Terminó de pagar la cuenta (que en total ascendía ya a más de un millón y medio de pesetas de las de antes), y se marchó.
Lo cierto es que cuando el cliente llegó, mi amiga no se había fijado en él, acorde a la profesionalidad y discreción del personal que opera en este sector, pero al marcharse, tras dos días soltando dinero, la expectación era tremenda, por lo que se fijó más. Y quiso la fortuna que esa misma tarde, en el telediario, apareciese la cara del cliente misterioso, como uno de los etarras de un comando que había puesto una bomba en Madrid dos días antes y al que la policía buscaba (operación "Jaula" incluída) desde el atentado. Por supuesto, no lo encontraron.
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