Una parte frecuentemente olvidada de los recuerdos (lo cual es una antítesis en sí mismo), es la referente a los olores. De entre los muchos olores que desbordan los recuerdos de mi infancia, (rememoro el tiempo en que las gasolineras olían a gasolina), hay dos en concreto que recuerdo con especial vividez.
Uno de ellos, era el metro. El olor del metro, pero no cuando montaba en él, que de pequeño montaba en metro poco o nada, sino el del aire caliente y viciado que salía por la enorme rejilla de ventilación que había (y sigue habiendo, creo) en la calle Virgen de Nieva, y que atravesaba andando cada mañana de camino al colegio. Recuerdo cómo me detenía unos segundos allí, a respirar aquel aroma cálido a humedad, grasa, polvo, hollín y otro cúmulo inclasificable de olores, al tiempo que dejaba en invierno que entrase por debajo de mi abrigo calentándome el cuerpo en un instante.
El otro olor que recuerdo con especial cariño era el de mi casa, cada vez que volvíamos de veraneo. El olor de mi casa, imperceptible en el día a día, se hacía patente tras estar herméticamente cerrada durante un mes o quince días que permanecíamos en la playa. El ambiente, caliente por el sol, con las persianas bajadas, era especial. Entrar en mi habitación y oler la moqueta, los muebles, mis sábanas era un placer que se comenzaba a desvanecer tan pronto empezaba a disfrutarlo.
2 comentarios. Deja alguno tú.:
El olor de los jazmines en Nerja cada verano, el de la biblioteca de la facultad, la llegada del otoño..
Un beso Nacho
La magdalena de Proust, en oloroso.
Anónima P.
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