29 ene 2008

Pavarotti

Don José era un hombre orondo y de grandes dimensiones. Su barba, su obesidad y su permanente sonrisa eran, realmente, lo único que le asemejaba a Pavarotti, pero sus alumnos, imbuídos en esa crueldad tan adolescente como irreflexiva, se aprestaron a apodarle así: "El Pavarotti". Había llegado en sustitución del jubilado profesor de Latín, Filosofía, Griego, etc. Pero pronto se hizo con el corazón de sus chicos.

Cierto día, uno de aquellos chavales escribió con tiza en la pizarra, justo encima de donde él se sentaba, la palabra italiana Tutto en un tamaño considerable. Por aquel tiempo acababa de salir al mercado un recopilatorio del tenor italiano, llamado "Tutto Pavarotti". Cuando el maestro entró en el aula, vio aquella palabra que, cuando se sentase en su silla, quedaría sobre su cabeza. Por un momento se hizo un silencio sepulcral y todos temieron que aquella broma hubiese superado el límite de aquel jocoso y bonachón profesor de letras. Lentamente se dirigió a su sitio, y ocupó su lugar, bajo aquel rótulo de tiza, como si no hubiese entendido la coña marinera. Entonces rompió a reir y se dirigió a nosotros diciendo: "Vosotros os creéis que los profesores somos tontos, y que no nos enteramos de los motes que nos ponéis. Pero el poco tiempo que llevo aquí me ha bastado para saber quién es la Fifi, el McKeihan, etc. Así que me imagino que Pavarotti será algún profesor gordo y con barba." Sentenció maliciosamente sabedor de que él mismo era el único que encajaba en aquella descripción. Acto seguido, se levantó, borró aquel rótulo y comenzó la clase.

De sí mismo decía siempre que era Gijonudo, por haber nacido junto al Molinón, y gastaba siempre un gran sentido del humor. Pero si algo le caracterizaba sin duda era su pasión desmedida por el ajedrez.

En aquel 3º de BUP, jugué con él un número increíble de partidas de ajedrez rápido, de cinco minutos o menos. Al día podían caer más de diez, de lunes a viernes, todos los días, cada día. Tras la comida siempre estaba allí, en la biblioteca, e interrumpía su lectura cuando me veía llegar con mi ajedrez magnético en la mano para enzarzarse en una, aburrida para él (supongo), didáctica para mí (seguro) sucesión de victorias aplastantes. Recuerdo el día en que gané una única partida, cuando otro profesor se asomó por la puerta para comentarle algo, justo en el momento en que hacía un movimiento de dama, dejándola a merced de mi alfil. Sus intentos por descomponer el movimiento que le dejaba en inferioridad material se toparon por mi parte con la antítesis de aquella benévola comprensión que él había mostrado conmigo infinidad de veces cuando me perdonaba esta torre o me advertía de la enfilada en la que me iba a meter. Reconozco que fue una dulce mezquindad no perdonarle su error, pero no podía dejar pasar aquella oportunidad. Aún sin su dama, me costó Dios y ayuda que tumbase su rey. Acto seguido se vengó y volvió a zurrarme como siempre. Jamás conseguí vencerle en buena lid.

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