El 25 de octubre de 1938, el presidente de la República española, Juan Negrín, declamaba un discurso de despedida a las brigadas internacionales, que habían sido disueltas lanzando el guante al bando nacionalista para que prescindiera igualmente de la ayuda germanoitaliana. Eran tiempos de caballeros. En aquel discurso de L'Espluga de Francolí, Negrín prometió la nacionalidad española a todos los brigadistas una vez terminase la contienda. La promesa quedó truncada por razones obvias. Sólo sesenta años más tarde, en 1996 el Congreso de los Diputados cumplió la promesa de Negrín... a medias. La condición para obtener el pasaporte era renunciar a su propia nacionalidad. Prácticamente ningún brigadista se acogió. Finalmente, la Ley de la Memoria Histórica, 70 años después de terminada la guerra, ofreció a cambio de nada, la nacionalidad del país por el que habían luchado también a cambio de nada. Pero ya quedaban pocos. Ver a los últimos siete brigadistas británicos que aún quedan vivos recoger su pasaporte español, llevando en sus solapas pendones tricolores, vidriosos los ojos y temblorosa la voz al agradecer, en aquel castellano que aprendieron en los años treinta, el gesto ofrecido por el Gobierno español, me ha hecho meditar sobre las dos guerras tan distintas que se libraron en España entre 1936 y 1939.
Por una parte, el mundo vio de lejos la Guerra de España (así la llamaron por ahí) como un conflicto entre el fascismo y la libertad, a ojos de unos, y entre el contubernio judeomasónico-comunista y la libertad, a ojos de los otros. Curiosamente todos decían luchar por la libertad. Así, los ideólogos locales y extranjeros pintaron una épica lucha entre el bien y el mal. Dos caras de una misma moneda.
Ambos bandos recibieron apoyo militar de otros países. La República Española, tras recibir el vacío de las potencias occidentales europeas, sólo pudo volcarse hacia una URSS deseosa de expandir el bolchevismo hacia el oeste. Los rebeldes recibieron el apoyo institucional de Alemania e Italia.
Pero hubo otra visión más romántica que la de la fría diplomacia. Desde lejos, lo que aquí era una lucha sangrienta y fratricida, se veía como una oportunidad para defender al mundo contra la opresión. Y desde aquellos países que oficialmente no querían involucrarse, llegaron a España innumerables voluntarios, algunos organizados, como las Brigadas Internacionales, y otros llegados por su cuenta o con ayuda de la Internacional Socialista, a través de distintos partidos Laboristas, Socialistas o Comunistas de los diversos países europeos. Entre todos aquellos voluntarios, verdaderos luchadores por la libertad, se encontraban personalidades como George Orwell, Willy Brandt o André Malraux. Desde dentro, algunos idealistas, muchos de ellos militantes del POUM o de la CNT compartieron esa misma visión.
Por otra parte, de fronteras para dentro, la Guerra Civil (así la llamaron por aquí) fue un conflicto como tantos otros que habían teñido de rojo España. La mayoría de los combatientes tenían un abuelo o un bisabuelo que había muerto en otra guerra. Ya fuera en el desastre del 98 o en la última guerra carlista. Mis abuelos, como la mayoría de aquellos otros soldaditos empiezan su relato diciendo "A mí la guerra me pilló en..." denotando que la guerra para la mayoría de ellos, no fue una cuestión ideológica sino más bien geográfica. Una truculenta lotería que dictaminaba por quién pegaban tiros. Unos tuvieron la suerte de tocarles la lotería y luchar en el bando de los vencedores. Otros tuvieron mala fortuna y les tocó luchar para los perdedores. Franco no tendría piedad con ellos. No importó que para ellos (unos y otros), enrolarse había sido una leva forzosa, como tantas veces se había repetido en la historia de España. En todas las guerras se necesita carne de cañón.
Así, hubo dos guerras solapadas. Dos guerras a la vez. Las de los que usaban mapas, y las de los que usaban fusiles. Los unos sólo veían zonas rojas y azules. Los otros veían el rostro de la muerte.
0 comentarios. Deja alguno tú.:
Publicar un comentario