Inteligencia Artesanal |
Nota preliminar: Me puse a escribir un artículo sobre inteligencia artificial un buen día de enero (ayer), y cuando me quise dar cuenta la extensión que iba tomando me hizo pensar que nadie en su sano juicio iba a leerse semejante tocho de mi cosecha, pudiendo leer la misma extensión de texto de cualquier autor encumbrado, así que lo he segmentado para favorecer su lectura y facilitarme a mí la tarea de estructurarlo.
Uno de los mayores anhelos del ser humano desde sus inicios (además de volar) ha sido jugar a ser Dios. Intentar crear un ser inteligente y autónomo más o menos a su imagen y semejanza. No obstante a nuestra concepción actual de un ser animado de creación humana, no siempre ese anhelo tuvo esa apariencia y estaban dotados de un mayor o menor grado de inteligencia y autonomía.
Tenemos, por ejemplo, la leyenda hebrea del golem, que podemos datar en torno al año
La mitología griega y el mundo helenístico son ricos en las creaciones de seres animados artificiales. La leyenda nos cuenta que la estatua de Galatea que construyó Pigmalión, rey de Chipre, y de la que se enamoró hasta que finalmente la estatua cobró vida tras los ruegos del rey a Afrodita. También sabemos que Hefestos tenía a su servicio una corte de graciosos duendecillos hechos de oro y metales preciosos que le ayudaban en su fragua, si bien algunos tenían forma de mesa o simlares, en vez de humanoide. En el mundo de la ciencia aplicada encontramos varios ejemplos de automoción práctica o al menos estudios de carácter científico, de la mano de Herón de Alejandría o de Arquitas de Tarento entre otros, con interesantes aplicaciones de la energía del vapor.
En ambas orillas de la bahía de Baffin y del estrecho de Davis, los inuit aún creen y desde hace siglos en la existencia de los tupilaq: Seres antropomorfos creados ad hoc por un chamán que pueden ser (y normalmente son) empleados para matar a un enemigo a modo de ninja un tanto cutre. No obstante, los tupilaq tienen el inconveniente de que si no aciertan con su misión y el enemigo los captura, lejos de autodestruirse, el objetivo puede reprogramarlos y enviárnoslos de vuelta con intenciones similares hacia nosotros.
En el siglo XVI el genial Juanelo Turriano se paseaba por Toledo acompañado por su hombre de palo, al que empleaba para pedir limosna, labor que él mismo consideraba indigna, pero a la que se veía abocado por la imperdonable morosidad de su patrón, el magno y cesáreo Emperador Carlos. Según cuentan las leyendas populares toledanas, el hombre de palo caminaba por sus propios medios junto a su creador y cuando se le daba una limosna dedicaba una graciosa reverencia al dadivoso.
Casi tres siglos más tarde, Johann Mälzel hacía giras por toda Europa con el jugador de ajedrez que había comprado a los herederos de su creador, von Kempelen (imprescindible lectura es el corto relato sobre este autómata, por Edgar Allan Poe y titulado “El jugador de ajedrez de Maelzel”). El ingenio, consistente en un autómata con aspecto de turco sobre un mueble con un tablero de ajedrez y que ganaba sin piedad a cuantos se enfrentaban a él, estuvo rodeado de controversia porque algunos afirmaron que en el cajón había un enano o un tullido sin piernas. Lo cierto es que este extremo nunca se probó, y Mälzel abría las compuertas del armario que aunque extrañamente estaba prácticamente vacío, el espacio era tremendamente reducido incluso para un hombre sin piernas. Aunque la creencia hoy día es que realmente el autómata ajedrecista era un fraude, no deja de ser una muestra más del anhelo de crear un ser artificial e inteligente.
Prácticamente contemporáneo a las andanzas de Mälzel se publicó “Frankenstein”, de Mary Shelley en el que, como casi todo el mundo sabe, el doctor en medicina Victor Frankenstein intenta recrear en su laboratorio de Viena a su propio golem no con barro, sino a base de partes de otros cuerpos y animándolo, esta vez no ya con un aliento mágico, sino con el último de los logros del ser humano del momento: La electricidad.
Nuestro término actual, robot, proviene del checo robota, que significa siervo. (A propósito del checo, diré que es un idioma muy divertido en el que hay palabras con un montón impronunciable de consonantes juntas, como el nombre de la ciudad de Plzeň de donde procede la cerveza tipo pilsen, o la ciudad de Brno , o en el que hay palabras como Dvorak que se pronuncia algo así como “borsya”, que no me pregunte nadie de dónde sale la "s" o la "y"). En 1920 aparece la obra “R.U.R.” (Rossumovi univerzální roboti en checo o Robots Universales Rossum) de la mano del escritor checo Karel Čapek en la que se emplea por primera vez que se sepa, el término robot en el sentido actual, y en la que además, se presentan cadenas de montajes de robots, manejadas por robots. La obra se amnbienta en lo que podría ser una distopía en la que una fábrica de “personas artificiales” (de nombre R.U.R.) es manejada íntegramente por otras “personas artificiales”, mientras los seres humanos no necesitan trabajar. En un momento determinado los robots y robotesas se toman conciencia de la explotación a la que son sometidos y se rebelan contra sus amos. Los robots establecen un nuevo orden mundial y aniquilan a la especie humana excepto a uno de los empleados al que mantienen con vida para que recupere la “fórmula para crear robots”, perdida durante el asedio a la factoría R.U.R. El empleado, llamado Alquist se muestra incapaz de recrear la fórmula y la obra acaba con los dos protagonistas robóticos, Primus y Helena enamorándose a modo de unos nuevos Adán y Eva.
Cuando tras más de dos años de rodaje, se estrena en 1927 la “Metrópolis” de Fritz Lang, protagonizada por una guapa robotesa, presenta en su distopía paralelismos importantes con la obra de Čapek.
Durante el siglo XX ya resultan incontables los ejemplos de inteligencias artificiales dentro o fuera de robots que han poblado el universo del cine. Desde el hilarante hasta en el nombre Gort, compañero fiel del piloto Klaatu de “Ultimátum a la Tierra” (1951) hasta el peligroso HAL 9000 de “2001: Una odisea del espacio” (1968), pasando por la versión robótica de Laurel & Hardy “encarnados” en C3PO y R2D2 de “La guerra de las Galaxias” (1977), el entrañable Número 5 de “Corto circuito” (1986) o el inquietante Joshua de “Juegos de Guerra” (1983) (¿una partida de ajedrez, profesor Falken?) sin dejarnos en el tintero a “Terminator" (1984), por citar tan sólo unos pocos ejemplos.
Sin duda alguna, dentro del universo de la ficción científica, el autor que más se ha ocupado del tema, con las implicaciones filosóficas que conlleva crear seres animados con conciencia propia a los que, teóricamente se explota en un régimen rayano a la esclavitud, ha sido mi admirado Isaac Asimov. Creo firmemente que “Yo, robot” debería ser un clásico de obligada lectura en todas las clases de filosofía ya que plantea en forma de relatos cortos, dilemas ético-morales de peliaguda solución basados en un código moral tan simplista como lo son “Las tres leyes de la Robótica”, por lo que es fácil para el estudiante tomarlo como base para comprender la complejidad de la toma de decisiones en códigos morales más intrincados como el que tenemos los humanos.
Sin embargo hoy en día los robots están muy presentes en nuestras vidas, si bien difieren mucho de los que aparecen en las películas. Los robots que vemos en una cadena de montaje de automóviles no son inteligentes (al menos no mucho).Ya dije al principio que inteligencia artificial y robótica no van necesariamente de la mano. Hablar de robots en el sentido más romántico de la palabra, implica necesariamente hablar en profundidad de qué significa la expresión inteligencia artificial.
5 comentarios. Deja alguno tú.:
A mí, en este sentido, me parece digna de mención la obsesión que perseguía a algunos alquimistas (entre ellos, el insigne Paracelso) acerca de la posibilidad de concebir un "homúnculo", a base de guarrerías tales como pelo, huesos, mandrágora crecida a pie de ahorcado, etc... La cosa tuvo su repercusión a lo largo de los siglos, y, en literatura, aparte del archiconocido mito de Frankenstein (que, más que con el acto de creación reservado en exclusividad a Dios, tiene que ver con el igualmente reservado derecho de la resurrección de la carne), encontramos ejemplos como el del hombrecillo de Fausto, o el que cuya creación también obsesiona al mago de la novela homónima de Somerset Maugham.
Y como éstos, tantos otros en el terreno del cómic (como Hellboy, por ejemplo).
En la vida presente, más que los dilemas morales que supone la posibilidad de creación demiúrgica o la de resurrección (posibilidades hasta ahora reservadas a la ficción y al Antiguo y el Nuevo Testamento; excepto en lo que a clonación se refiere, aunque esto, de momento, sólo afecta, como mucho, a las ovejas; ya veremos qué pasa dentro de unos años), nos encontramos de manera mucho más factible y real con los de la interferencia en eso que podríamos denominar como ley divina (desde la perspectiva bíblica), o ley natural (desde la darwiniana): eugenesia, modificación genética, holocausto, etc... Son todos ejemplos de hasta qué punto el ser humano es capaz de trascender y de incluso poner a prueba los designios de su mero instinto de perpetuación animal, o de su esencia moral (si es que esto, como tal, existe). Al fin y al cabo, todos y cada uno de estos matices, que se pueden muy bien resumir en los mitos anteriormente expuestos, expresan (en virtud del uso de razón que, a través de otro mito como el del Árbol de la Ciencia, el ser humano posee) la voluntad de transgresión de los límites impuestos por el concepto de Bien (entendido éste desde un prisma judeocristiano), el traspaso de poderes a nosotros mismos de, por un lado, la ley natural a la que, como seres vivos, nos encontramos sometidos, y, por otro, la de la ley divina; la misma que, paradójicamente dictó ya desde el principio, y en contra de nuestra voluntad, nuestra expulsión de ese medio natural y felizmente preconsciente (el Paraíso), regido tan sólo por la simple alternancia de las estaciones, para lanzarnos al destierro del libre albedrío.
La historia del doble vínculo vicioso entre Dios y el hombre es la de la pescadilla que se muerde la cola y que, al final, se acaba devorando completamente a sí misma. La venganza del hombre, consecuentemente, ha de tener lugar. Primero, la del hombre contra su creador, y, después (porque aquí nunca acaba el proceso), la del hombre contra sí mismo, una vez que es capaz de re-crearse por sus propios medios. Ese es, al fin y al cabo, el único destino posible: la entropía inexorable, que demuestra que toda voluntad aparente no hace sino seguir los dictámenes de otro imperativo mucho mayor: el la Vida en sí misma. Nadie es tan poderoso como para acabar con la vida. Antes de eso, siempre caerá en la trampa (que es, al mismo tiempo, la salvación) de destruirse primero a sí mismo, acabando así con la posibilidad de que su exterminio alcance a todo ser a su alcance.
Al final, el castigo prometeico tiene lugar. Pero siempre en la forma lógica de suicidio. El creador y lo creado son la misma cosa. La aparente contradicción de estos términos no es más que la doble cara de una misma moneda, redonda y perfecta: la del plan de un universo que se perpetúa a sí mismo gracias a la alternancia invariable de los procesos de creación y de destrucción. La vida, en fin, siempre se acaba abriendo paso. Eso es Dios, en cada uno de nosotros, en el mundo, en el Universo: la recompensa y el castigo a la vez. El Todo. La Nada.
Perdón por el off-topic. Tengo tendencia a pasar de un pensamiento a otro, cual mariposa de flor en flor... Es lo interesante de los pensamientos: fluyen sin cesar y nos llevan a otros distintos, y a otros, y a otros más allá. Son todos igual de poco importantes, pero todos, momentáneamente, nos proporcionan su agradable néctar, y siempre acaban dejando un rastro de polen adherido, que servirá para dar lugar a frutos, que darán lugar a otras flores, con idéntico buen aroma y sabor que las anteriores, en un maravilloso proceso sin final.
Una pregunta: ¿Los humúnculos no eran seres humanos son alma??
Homúnculos perdón
En el cómic Fullmetal Alchemist, sí. Pero en los textos alquímicos medievales y renacentistas no parece haber ningún comentario al respecto, a excepción de un tal Arnaldo de Villanueva, del s. XIII, que, habiéndose adjudicado el mérito de haber empezado a engendrar uno, decidió interrumpir el proceso, "por temor a que Dios no fuera obligado a dar un alma racional a la criatura".
Y siguiendo con mis teorías feministas habituales... ¿No respondería este afán al de librarse de una vez por todas del concurso de la mujer en la, por entonces, única actividad en la que ella, por fuerza, había de tomar parte, como es la de la reproducción?
it's a man's man's world...
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