Lo nuestro duró más de tres años, desde aquel día en que me planté a esperarla en la estación de autobuses de Méndez Álvaro. Aquel día con un calor horroroso del madrileño verano de 1997. Por la mañana había ido a una entrevista de trabajo (de la que no resultó nada), y llegué por los pelos a la estación. Cuando llegó el autobús de Zaragoza y comenzó a vomitar gente, la esperé sudando junto a la puerta, con mi camiseta de manchas grises y blancas y dibujillos tribales y mis vaqueros gastados, y cuando se desvaneció la maraña de personas me quedé solo pensando que me habían dado plantón, caminé unos pasos bordeando el autobús y allí estaba con su aire medio hippie, con una camiseta morada y una falda de colores muy suelta. Me acerqué por detrás, y cuando se volvió, me miró muy de cerca y fijamente con sus ojos verdes y me dio un beso que duró unos veinticinco minutos y me deslabazó por completo. Aquel fin de semana hicimos mil veces el amor en la habitación del tercer piso del hotel Príncipe Pío hasta echar abajo la cama al son de la banda sonora de la película Kama Sutra. Estaba hecha de fuego. Aquel fin de semana en el Templo de Debod nos juramos amor eterno, y quizá la eternidad se mueve en un plano diferente al de las vidas terrenales, porque todo aquel universo de sensaciones, aquel imperio de los sentidos, aquel mar de aventuras, aquel latifundio de risas, de jugar a los dardos en aquel bar de la calle Hernán Cortés de Zaragoza, de conectarnos en el Vía Sacra, de cantar en el Master Plató, de comer truchas del Cinca en el Parador de Ordesa Bielsa, de acudir a estrenos de cine, de bañarnos desnudos en arroyos del Pirineo, o en el jacuzzi de una suite del hotel Reino de Aragón, de hacer miles de kilómetros en coche, restaurantes de lujo y glamour, todo con música de fondo de Cranberries, Garbage, Texas o por supuesto, U2... Aquel océano de sexo, drogas y rock and roll se acabó en pleno verano de 2000, tres años después. Las cosas habían cambiado y la distancia entre Madrid y Zaragoza se hacía cada fin de semana más larga y menos llevadera... Pero si hay que ser honestos, la razón de peso fue que me había enamorado de una compañera de trabajo con la que empecé una relación que sin embargo no condujo a nada. Al poco de aquel error, la eché de menos y busqué frenéticamente el Control+Z de la vida, pero no lo encontré.
Tras un corto período inicial y lógico de reproches agrios y enfrentamientos a cara de perro, pasamos a mantener una relación de amistad con derecho a todo en la que ambos nos movíamos con soltura coqueteando y buscándonos las vueltas. Recuerdo aquella fiesta de fin de año de 2000 en la que con los compañeros de la oficina me agarré una cogorza tremenda. Ella me dijo que me esperaba en una habitación del hotel Tryp Reina Victoria Ambassador, en la calle de la Embajada, en el centro de Madrid. Y a las seis de la mañana me planté allí doblando los tobillos, con lengua de trapo y la camisa blanca hecha un Pollock. Me estaba esperando en recepción, envuelta en ese glamour tan suyo, a veces barroco e incluso rayano en la horterada pero que la hacía tan inconfundible. Aquella noche ardimos juntos una vez más y cuando me llamó por teléfono a las once y media de la mañana para despertarme y que dejase la habitación a tiempo, ya iba camino de su tierra. Al marcharse, había ordenado en recepción que se me dejase dormir. La vi por última vez en febrero de 2001 cuando fui a Zaragoza a ver a mi ex-suegra, a la que una neumonía casi se lleva por delante, y como era inevitable, volvimos a entregarnos el uno al otro varias veces en las horas en las que permanecí allí. Tras todo aquello, tuvo un hijo, empezó a vivir con un chico y aunque el coqueteo electrizante nunca cesó, jamás volvimos a vernos, aunque hablábamos a menudo rayando en el flirteo concupiscente.
Fue una mañana de febrero de 2005 cuando sucedió. Tuvimos una fortísima discusión y aquello que había se hizo añicos para siempre. Es cierto que había habido mentiras y puñaladas por ambas partes desde el mismo principio (algunas de las cuales las he sabido hace poco), pero lo triste es que aquel último destrozo fue provocado por terceras personas (concretamente por una, de ingrato recuerdo). La soberbia de uno y otro lado hizo el resto, y convirtió en irreconciliable lo absurdo de tal modo que no volvimos a hablar más. Y de la forma más casual, un par de cambios de móvil y los azares de la informática hicieron que el único contacto posible con ella fuese a través de mis recuerdos. Me sucede casi siempre que las olas del tiempo borran los malos momentos escritos en la arena húmeda dejándolos pulidos y vírgenes como si nada hubiese pasado, y así, al correr de los días, los meses e incluso los años, se me embelesa el gesto recordando tan sólo aquellos dulces instantes sin que nada pueda empañarlos.
Quizá por eso, en El Cairo, en Deir el-Bahari, en Medinet Habu, en Luxor, en Abu Simbel y en otros muchos lugares, sentí vivo su recuerdo, su presencia, su cariño. No en vano ella estaba ya entonces enamorada del Egipto faraónico y aunque yo siempre fui aprendiz de todo y maestro de nada, ella me picó y despertó aún más mi interés por la cultura de las Dos Tierras. Y lo cierto es que al llegar a casa, la busqué de nuevo... Y la encontré, aunque como quien halla un recuerdo al que se evoca sin respuesta.
Gracias Daya. Hasta siempre.
Subproductos y diarreas mentales producidas por diversos excesos de índole cognitiva.
19 nov 2007
La Reina del Nilo
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2 comentarios. Deja alguno tú.:
acabo de darme de narices con la parte sensible que no conocía aún...
y el golpe a sido fuerte, casi se me saltan las lágrimas...y me hace pensar que a pesar del dolor, sólo la experiencia de vivir una pasión así, hace que valga la pena...
la verdad es que te envidio, sinceramente
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