Las personas solemos tener cajones, y guardamos a los demás en cajones. Como en cualquier escritorio que se precie, el cajón más valioso es el más alto (esto también ocurre con los áticos). El primer cajón está más a mano. Por eso siempre que hay una ristra de cajones (como ocurre en mi cocina) guardamos en el primer cajón las cosas que queremos tener cerca (en mi cocina, los cubiertos), y metemos en el último cajón aquello que no sabemos muy bien qué hacer, pero "nos da cosa" tirarlos (en mi caso, un tapón de corcho, un hilo de algodón de esos de atar pasteles, un trozo de plástico que se cayó hace tiempo de no sé dónde y lo guardé, un mango roto de un cazo, y montones de cosas más de dudosa utilidad). De cuando en cuando, a intervalos variables según cada persona, cogemos ese último cajón, lo sacamos, y lo vaciamos íntegramente en el cubo de la basura. Y volvemos a tener listo todo el espacio para comenzar el proceso.
No sirve de nada decirle a esa espumadera vieja que es lo más importante, si luego la guardas en el último cajón. Del mismo modo, hay veces que te dicen que estás en el primer cajón, y tú te lo crees. O al menos te lo quieres creer. Y cuando te atreves a ver la realidad con tus propios ojos, y miras a tus compañeros de hábitat, ves que lo compartes con una cuerda vieja, un tapón de corcho roto y el mango de una espumadera. Todos en el último cajón.
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