Nota preliminar: En la primera entrega intenté hacer un breve recorrido de lo que ha supuesto la creación de seres animados al tiempo que la creación de inteligencia a lo largo de la historia del hombre, lo cual ha sido una constante para el ser humano independientemente de la época o lugar. Esto nos da pistas sobre una característica humana independiente de la cultura e inherente a la propia existencia del hombre, y quizá también pistas sobre la propia inteligencia humana. En esta segunda parte analizaré en profundidad el concepto de inteligencia y sus implicaciones, así como nuestra capacidad para medirla o incluso definirla.
Antes de hablar de inteligencia artificial, hemos de definir la inteligencia natural o inteligencia a secas, lo cual es una tarea nada fácil. Por otro lado difícilmente podremos crear inteligencia si no sabemos medirla o definirla. Sería como el chiste del hombre que caza gamusinos, pero que no sabe cómo son hasta que cace uno.
El principal problema que parece aquejar a nuestra inteligencia es que si bien sabe discernir con relativa facilidad si un comportamiento es o no inteligente, (y por eso sabemos que un robot de una fábrica de coches no lo es), tiene sin embargo serios problemas para definir la inteligencia. Es decir, la inteligencia parece, por el momento, incapaz de definirse a sí misma. De referenciarse a sí misma. (Lo cual no es nada descabellado, teniendo en cuenta la teoría auto referencial, de la que hablaré más adelante) Además, una consecuencia directa de este hecho es que no podemos establecer un patrón con el que comparar. ¿Puede un tonto medir cuán inteligente es un listo? Si no sabemos con certeza qué es la inteligencia, ni sabemos cuáles son sus límites, parece claro que los problemas no vamos a encontrarlos sólo en la propia demarcación de lo que es la inteligencia, sino en la medición de la misma.
Si un barómetro de la inteligencia comúnmente aceptado es jugar bien al ajedrez, cualquier ordenador doméstico es una lumbrera. Lo cierto es que para jugar muy bien al ajedrez no hace falta ser inteligente en absoluto, sino tener buena memoria para recordar jugadas similares y su mejor resolución, o bien para mantener en mente las mejores jugadas de las que se van probando, o ambas cualidades. Estos dos métodos son los que emplea cualquier autómata para ganarnos al ajedrez. Y es que una de las cosas en las que cualquier ordenador nos gana de largo es en memoria y velocidad de procesamiento.
Por otro lado, nuestros métodos para medir la inteligencia son realmente de risa. Cualquiera que haya hecho alguna prueba para medir el Cociente de Inteligencia se habrá percatado de que cualquier ordenador lo tendría chupado para solucionarlo en un tiempo récord. Los ordenadores son relativamente buenos hallando patrones (este es uno de los campos punteros en investigación, y dedicaré un artículo íntegro a ello más adelante), y en la búsqueda de patrones se basan la mayoría de las pruebas que uno puede encontrar en Mensa, además de otras como cálculo rápido, etc. Vamos, chupao para un ordenador…
Por lo que parece nuestros métodos sólo sirven para aplicarlos a nosotros mismos, y con salvedades. (Hay mucha controversia sobre la fiabilidad de los sistemas de medición del Cociente de Inteligencia). Así, nuestro método de medida no nos permite hallar la inteligencia de un delfín, y nos falsea el resultado cuando el test lo hace un ordenador, que de inteligente no tiene nada. Sólo es rápido y con buena memoria pero no sabe hacer nada que no se le haya dicho previamente que puede hacer.
Así las cosas, parece un contrasentido o un esfuerzo vano y fútil que nuestra inteligencia intente comprenderse a sí misma. Esto es lo que llamamos un sistema auto referencial y en la práctica resulta un sin sentido, ya que implicaría colocar nuestra inteligencia en un nivel de abstracción superior a sí misma, para comprender sus propios engranajes. ¿Se considera inteligente un robot? ¿Y una musaraña? Seguramente en su nivel se consideran muy inteligentes, y seguramente serían absolutamente incapaces de vernos a nosotros como más inteligentes que ellos, ya que nuestra inteligencia (bajo nuestro punto de vista) supera la suya, por lo que la suya es incapaz de comprender un nivel superior. A este respecto hay un fabuloso e interesantísimo libro que, aunque denso como él solo por los conceptos tratados, es realmente majestuoso a la hora de comprender si algún día llegaremos a entender por qué somos inteligentes, cómo somos inteligentes, o incluso si realmente somos inteligentes. El libro, para los valientes, es “Gödel, Escher, Bach: Un eterno y grácil bucle” de Douglas R. Hofstadter. No te asustes con el grosor y eso sí, tómalo en pequeñas dosis.
Sin embargo y a pesar del desolador panorama no todo está perdido. Al menos así lo creo yo. Tradicionalmente el ser humano se ha imbuido de una soberbia que le ha hecho autodiferenciarase del resto de animales a los que llamaba “irracionales”, considerándose a sí mismo la cúspide de la creación y autodenominándose, en un alarde de inconmensurable vanidad, como homo sapiens. Hoy en día sin embargo parece mayoritaria en la comunidad científica la opinión (a la que me adhiero) de que la inteligencia (de una u otra forma, de uno u otro modo, de uno u otro tipo) está presente en prácticamente cualquier animal de sangre caliente, y muy probablemente, aunque más difícil de detectar, en cualquier ser vivo de este planeta. Quizá nuestra dificultad o incluso total incapacidad para identificar y reconocer esas otras inteligencias como tales, no sea sino un signo más de las limitaciones de la nuestra. Hoy en día nadie dudaría que un perro es inteligente. Puesto ante un problema sabe solucionarlo. Sabe tomar la mejor decisión (a su juicio) para resolverlo. Sabe levantar un cajón para hallar lo que hay debajo, etc. De la misma manera, bajando evolutivamente a animales más simples, se han hecho experimentos que han demostrado que las aves pueden resolver problemas de relativa complejidad hallando igualmente solución a los mismos, soluciones que no cabe la menor duda de que no estaba preprogramada. En una ocasión vi un interesante experimento en el que se colgaba de un cable de la luz, un hilo largo con comida en su extremo. Un cuervo no podía coger la comida en vuelo, así que halló la solución para hacerse con ella: Se posó en el grueso cable, y fue tirando del largo hilo, que sujetaba progresivamente con una pata, hasta que lo recogió por completo accediendo así a la comida cuando quedó a su alcance. Este tipo de comportamientos en los que un ser halla la solución a un problema, tomando la decisión correcta y no guiado por un instinto, es en mi opinión el denominador común de la inteligencia.
Vamos acercándonos. Bajo mi humilde punto de vista creo que una buena definición de inteligencia, (de una inteligencia y no de la inteligencia), podría ser “la capacidad para encontrar soluciones a problemas no predeterminados mediante la toma consciente de decisiones”. Eso es a fin de cuentas lo que ha caracterizado a todos los seres vivos que han poblado este planeta desde los primeros seres unicelulares y parece que con éxito, ya que les ha permitido evolucionar hasta nosotros, y si tomamos como cierta la Teoría de la Evolución, parece que la inteligencia tal como nosotros la conocemos, consiste en la capacidad de enfrentarse con éxito a los problemas que encuentra un ser vivo y a la toma de decisiones que le hacen tener éxito y dejar descendencia. Los menos capacitados, física o intelectualmente, se han quedado en el camino. No obstante, sabemos realmente poco acerca de la inteligencia de seres muy alejados de nosotros en términos evolutivos y no sabemos cuáles son los procesos intelectivos que rigen el comportamiento de, por ejemplo, un escarabajo, si realmente decide o si simplemente se basa en instintos, los cuales sí parecen preprogramados desde el nacimiento y por tanto no podrían o no deberían ser considerados inteligencia.
No obstante a todo lo dicho y como reflexión final, diré que hoy por hoy desconocemos hasta qué punto influyen las emociones (de las que aún no hemos hablado) en la inteligencia. El ámbito emocional, tradicionalmente alejado del cerebro (hogar de la inteligencia) se asociaba con el corazón desde tiempos antiguos considerándolo alejado de la razón, el saber y la mente. Sin embargo la comunidad científica parece ir aceptando cada vez más a las emociones como una parte más de nuestra respuesta cerebral (aquí resulta interesante “El alma está en el cerebro” de Eduardo Punset) y por tanto ligadas de alguna manera a la mente y al cerebro. Por otro lado, las últimas tendencias en el conocimiento e investigación de la conciencia humana nos hablan de una inteligencia emocional, lo que no hace sino complicar aún más el escenario. ¿Son las emociones una consecuencia inherente de la inteligencia? ¿Puede tener emociones un ser no inteligente? ¿Y puede un ser inteligente carecer de emociones? ¿Cuán importante es el papel que juegan las emociones en las decisiones de los seres inteligentes? Por último, no puedo dejar en el aire la inteligencia social. La capacidad de cualquier ser inteligente viene de la mano de un tutelaje social llevado a cabo generalmente por los mayores. No parece casual entonces que conforme avanzamos en la cadena evolutiva, ese tutelaje sea más cercano y duradero cuanto “más inteligente” es el organismo. Una gata enseña a sus gatitos a cazar, cosa que no hace una araña. Nosotros vamos mucho más allá y tutelamos a nuestras crías durante años. La inteligencia parece tener también un importante condicionamiento social.