Hace unos días, y a través de una carambola política, accedió al cargo de edil de una capital de provincia una joven de 30 años. Probablemente haya infinidad de historias similares (de hecho estoy convencido de que las hay). Pero esta persona ha sido noticia y se llama Ángela Bachiller.
El nombramiento de Ángela quizá debería ser noticia por el hecho de ocupar un cargo de responsabilidad teniendo escasa cualificación, formación y experiencia (hasta ahora era auxiliar administrativo) en una ciudad como Valladolid. Una ciudad en la que, entre sus más de 300.000 almas, me cuesta pensar que no haya personas más cualificadas para la gestión de la cosa pública que alguien cuyas atribuciones laborales consistían en "escanear, fotocopiar, fax".
Sin embargo el nombramiento de Ángela no ha sido noticia por eso. Sino porque tiene trisomía 21, lo que para el común de los mortales es el síndrome de Down. Y aquí se desata la tormenta. Precisamente por tener síndrome de Down parece territorio vedado el cuestionar su idoneidad para el cargo. Porque parece que tener síndrome de Down proporciona una coraza impermeable al espíritu crítico. Tener síndrome de Down te garantiza la inmunidad al cuestionamiento, cuando debería garantizarte sólo la no discriminación por tu condición.
El nombramiento de Ángela, a dedo, como tanto le gusta al Partido Popular (véanse Ana Botella, o Ignacio González, que me parecen igual de nefastos sin tener síndrome de Down), parece motivado, no por su bagaje o currículum, sino por, me atrevo a aventurar, otros dos motivos que pueden darse por separado o en combinación. A saber.
- Por considerar con mayor o menor acierto el Partido Popular (supongo que el PP de Valladolid), que es una persona "manejable" dentro de la organización, de forma que ocupe el cargo "sin dar guerra".
- Por buscar un nombramiento efectista por parte de León de la Riva, alcalde de Valladolid, responsable directo del nombramiento y muy dado a asonadas (ya saben, es el señor que se ponía palote pensando en Leire Pajín, que ya hay que tener estómago), haciéndose padre del primer nombramiento en España de una persona con síndrome de Down (recordemos que ésta ha sido la noticia) como edil de un municipio.
Ya se dé una, otra o ambas circunstancias, lo verdaderamente grave es la utilización de un cargo público. No de la persona que lo ocupa, sino del cargo en sí mismo, como institución, para usarlo como altavoz de no sé muy bien qué clase de políticas. No entiendo muy bien qué medalla puede colgarse el señor León de la Riva por enchufar como edil de Valladolid a una persona que es experta en "escanear, fotocopiar, fax", (independientemente de cuántas copias tenga del cromosoma 21) en vez de elegir a alguien con conocimientos técnicos y formación apropiada para ocupar un cargo de edil. Esto no es ni más ni menos que una banalización, una degradación de la política y de la cosa pública.
Algunos responderán que Ángela, aun teniendo síndrome de Down (o quizá precisamente por tenerlo), tiene todo el derecho del mundo a ser edil de su pueblo. Y aquí es donde el común de los mortales yerra. Porque Ángela tiene derecho a optar al puesto, pero no a ocuparlo, de la misma manera que yo tengo derecho a presentarme a la prueba de 100 metros lisos en unos Juegos Olímpicos, pero no tengo ningún derecho a ganar la medalla de oro. Eso no es un derecho, es algo que uno se gana por sus aptitudes. No obstante, este común equívoco acerca de los derechos, que pudre día a día todos los ámbitos de la vida cotidiana (especialmente aunque no sólo, la enseñanza), daría para otro artículo, así que lo dejaremos para más adelante.
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