A lo largo de la historia ha habido innumerables colectivos estigmatizados por diversas causas. Aunque esto se ha dado a lo largo y ancho del planeta, en España en concreto hemos sido especialmente pródigos con algunos de esos colectivos aludiendo desde la condición social (las prostitutas), la orientación sexual (los homosexuales), o religiosa (los judíos), por no citar la fidelidad sexual (los cornudos).
La pertenencia a uno de estos colectivos supuso un estigma antes o después (las prostitutas ya eran denostadas en tiempos de Roma, mientras que los judíos empezaron a sufrir la intolerancia especialmente a partir del siglo XV). Acusar a alguien de pertenecer o estar relacionado con uno de estos colectivos era una afrenta sin par. Llamar a alguien ramera, puta, furcia, aunque no atendiese a su condición real, era una afrenta por la mala consideración social de las mismas. Del mismo modo, en un mundo en el que el macho ha de asegurar su desdendencia (esto no es sólo cuestión de la condición humana, sino que hunde sus raíces en la esencia misma de la evolución), que la hembra (el elemento procreador) copulase con otros machos era imperdonable (originalmente si concebía, pero de ahí pasó, socialmente, a ser imperdonable aunque no concibiese). Esta cuestión hacía que si para ofender a una mujer bastaba llamarla "puta", para ofender a un hombre, nada mejor que llamarle "cornudo" (y como sinécdoque, "cabrón") aunque su mujer fuera una santa. En una cultura donde el linaje era transmitido de padres a hijos dentro de la institución sacralizada del matrimonio, un hijo "ilegítimo" (me hace mucha gracia esta expresión) era un proscrito por ser un "hijo de puta". Así podríamos engarzar un rosario de afrentas, que originalmente tenían un significado ofensivo para el afrentado, aunque bien es cierto que tiraban de la cantera de colectivos o condiciones sociales no aceptadas o como poco consideradas despreciables. Esto, la estigmatización social de personas individual o colectivamente, establezcámoslo ya aquí, es un hecho lamentable.
Sin embargo el lenguaje evoluciona, y las palabras pierden su significado original. Cuando hoy decimos "ojalá", no estamos apelando a la voluntad del Altísimo, como tampoco ocurre cuando nos despedimos diciendo "adiós". Cuando hoy definimos como "hijoputa" a alguien (y cuando Don Quijote llamaba "hideputa" ya en el siglo XVII, también), no estamos aludiendo a su ascendencia familiar. De hecho ni pensamos en prostitutas. La expresión ha pasado a tener un significado propio independiente de su significación original. Igual que cuando llamamos a alguien "marrano" no le estamos llamando judío, ni cerdo, ni el significado original de la palabra, que era "anatema", en árabe. Lo mismo sucede con "cabrón", o con "maricón", etc. Pero también sucede lo mismo con "matrimonio", que casualmente alguna gente de la facción llamémosla etimologista de este debate defendería que "hoy en día ha perdido su significado original de unión entre hombre y mujer, y tenemos que aceptar llamar con ese término a las uniones entre personas del mismo sexo y tal, y cual y pascual…"
Creo que tanto en el caso de "matrimonio" como en el caso de "hijoputa", o en cualquier otro, hay que atender al significado real, y contemporáneo del término independientemente de qué significase originalmente, ya que hacer esto último podría remontarnos al protoindoeuropeo con absurdas consecuencias.
Somos hijos de nuestra historia, y los símbolos (las palabras lo son), cambian de significado, a veces para bien y otras veces de forma desgraciada (la esvástica era un símbolo milenario de la cultura indoeuropea y convertido en anatema en Occidente). Heredamos términos, y les damos otro significado. A veces ese otro significado se lo dieron nuestros ancestros y nosotros sólo lo recibimos. Pretender retorcer ésto, o aún peor, pretender quedarse sólo con algunos cambios de significado obviando otros es como poco una terrible falta de coherencia cuando no un obsceno ejercicio de cinismo.
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