Evolución de las nieves del Kilimanjaro en siete años |
Origen de la foto: http://earthobservatory.nasa.gov/Newsroom/NewImages/images.php3?img_id=10856
Subproductos y diarreas mentales producidas por diversos excesos de índole cognitiva.
Evolución de las nieves del Kilimanjaro en siete años |
Inteligencia Artesanal |
Nota preliminar: En la segunda entrega expuse de pasada (y dejé en el aire) el problema del determinismo, que ahora abordaré con más profundidad, ya que está más relacionado con la problemática de la creación de la inteligencia artificial más que con la definición de la misma. Superado ese obstáculo (con mayor o menor elegancia) nos adentraremos en el modo de crear inteligencia.
No obstante lo dicho en la primera entrega, que se reducía a simples anhelos del ser humano, los primeros intentos serios de crear una inteligencia artificial vinieron de la mano de la aparición de los primeros ordenadores. Sin embargo un ordenador es una máquina determinista, lo que parece contradecir el principio mismo de inteligencia.
Sin ánimo de entrar ahora en una cabalística discusión sobre el Determinismo, podemos considerar (al menos se ha considerado tradicionalmente) el ser humano como no determinista, mientras que cualquier máquina que invente es, hasta el momento, determinista. Para los que no estén familiarizados con el término resumiré que consideramos una máquina como determinista cuando todas sus posibles salidas están predeterminadas por sus entradas y además, cuenta con una programación previa que condiciona y predetermina sus respuestas.
Y es que el hecho cierto es que hasta ahora los ordenadores son completamente deterministas y ni siquiera son capaces de generar números aleatorios. Cualquier número aleatorio que genere un ordenador, en realidad no es sino un número fruto de una serie de operaciones matemáticas basadas en una semilla (seed en inglés) que generalmente suele ser la fecha y hora del momento en que se hace la operación. La impredictibilidad del momento (hora, minuto, segundo e incluso fracción de segundo) además de la complejidad de las operaciones que se hacen con esa semilla acaba con que el resultado sea difícilmente predecible a priori. Pero eso no lo convierte en aleatorio ni mucho menos. Una nueva tirada en el mismo momento exacto (las mismas condiciones iniciales) produciría exactamente el mismo resultado. Aquí entraría la vieja discusión sobre si tirásemos un dado sobre una mesa con las mismas condiciones saldría el mismo resultado o no, debido a que esas condiciones son absolutamente imposibles de reproducir, ya que no somos capaces de volver al momento exacto de la tirada de dado anterior (no podemos volver en el tiempo, al menos por ahora) y no podemos asegurarnos que todas y cada una de las moléculas del aire que separa el dado de la mesa estarán colocadas de la misma forma que en la primera tirada, por no hablar de las posiciones de la Luna, Sol y demás elementos que gravitacionalmente influyen en el movimiento del dado. Como somos del todo incapaces de reproducir las condiciones para cualquier suceso de nuestra vida de los que llamamos aleatorios, nunca se ha podido afirmar con certeza que nuestro universo (y por consiguiente nuestra existencia) sea realmente indeterminista, ya que desde luego podríamos vivir en un universo determinista y ser ajenos a ello por no poder probarlo. Por otro lado, las leyes de la Ciencia parecen ser bastante deterministas, diciéndonos que si tiramos una piedra desde la misma altura, tarda siempre el mismo tiempo en llegar al suelo, con mínimas variaciones producidas tal vez por esas pequeñas variaciones en las condiciones iniciales. Esto puede inducir a pensar que si consiguiésemos reproducir exactamente todas las condiciones iniciales, el resultado sería siempre idéntico, lo cual nos dejaría un universo determinista. Para acabar de arreglarlo, el Determinismo choca frontalmente con el concepto cristiano del libre albedrío, lo cual pone muy nerviosos a los creyentes (recuerdo ahora la conocida cita de Albert Einstein “Dios no juega a los dados con el Universo.”). Todas estas cuestiones mantenían tremendamente ocupados a filósofos y matemáticos a finales del siglo XIX y principios del XX e iban ganando sin piedad los deterministas cuando llegaron dos alemanes, Heisenberg en 1927 con su Principio de Indeterminación y Gödel en 1930 con sus dos Teoremas de la Incompletitud y de nuevo nos dejaron en el punto de partida y con el culo al aire sobre todas estas disquisiciones. Pero como dice el entrañable Moustache en “Irma la dulce”: Eso es otra historia. Aunque ahí queda la pista para el investigador de mente hambrienta.
Resumiendo: Si tomamos nuestra existencia como indeterminista y a su vez ese indeterminismo como base del libre albedrío y por tanto como base para la inteligencia (postulé en la tercera entrega que los seres inteligentes encuentran soluciones a problemas no predeterminados), ¿de qué forma vamos a crear una inteligencia basándonos en máquinas que, hasta ahora, son completamente deterministas? Parece un contrasentido. Pero quizá no lo sea tanto si nos dejamos llevar por el lado oscuro del Reduccionismo: Si asumimos nuestra incapacidad de saber si el sistema en el que nos desenvolvemos es determinista o indeterminista, podemos tomar como premisa inicial y punto de partida que es determinista. Con este postulado, y basándonos en nuestra propia experiencia de seres inteligentes (así nos consideramos) en un universo que acabamos de postular como determinista podemos afirmar que es posible la creación de inteligencia en un universo determinista siempre y cuando las condiciones permitan cierto grado de libertad para que se generen nuevas condiciones y decisiones que permitan mejorar la inteligencia de forma progresiva. En ese caso, nosotros mismos seríamos el mejor ejemplo de creación de inteligencia en un universo determinista.
Si estoy en lo cierto, desde luego parece perfectamente posible crear una inteligencia artificialmente. Pero entonces, ¿por qué los seres humanos estamos teniendo tantas dificultades en lograrlo? Lo cierto y verdad es que todos los intentos de crear sistemas de inteligencia artificial han sido, hasta ahora, completamente infructuosos y parece que el test de Turing más que una prueba, sea una barrera infranqueable. Algunos pensadores y gurús de la tecnología afirman que no es posible construir una inteligencia que nos supere, principalmente por lo expuesto en la segunda y cuarta entregas sobre los sistemas auto referenciales, aunque realmente eso no implica que sea debido a que los basamos en máquinas deterministas.
Por otro lado, ya lancé la duda de si realmente merece la pena crear una inteligencia a imagen y semejanza de la nuestra, teniendo en cuenta que, si bien individualmente el ser humano es un ente de riqueza moral, solidario y dispuesto a trabajar en equipo, lo cierto es que vista
Quizá el mayor problema sea que estamos intentando construir la casa por el tejado. Estamos tratando de crear sistemas intelectivos que ni siquiera conocemos plenamente y que tenemos dificultades en reproducir. Además, es posible que crear una inteligencia de la nada tampoco sea la forma más adecuada de hacerlo.
Creo firmemente que la forma correcta de crear cualquier tipo de inteligencia es de modo evolutivo. Como ya he dicho anteriormente, una inteligencia es, ante todo, una capacidad de buscar soluciones no determinadas a priori por medio de la improvisación, y basadas, además, y de forma ponderada, en la consecución de una serie de parámetros morales dictados en gran medida por la propia experiencia. Así, una inteligencia está fundamentada sólidamente en aquel medio en el que se desarrolla, y evoluciona cuando el medio cambia y somete a nuevos retos al sistema inteligente. La inteligencia de una musaraña no es mejor ni peor que la nuestra. Es exactamente la que necesita para llevar a cabo sus actividades vitales que son, en este caso, alimentarse y procrear, quedando la autodefensa del lado de los instintos no de la inteligencia y por tanto siendo ésta una cualidad de casi cualquier ser vivo.
Parece que ha quedado claro que, al menos en cierta medida, sí podemos considerarnos poseedores de inteligencia, o al menos de cierto tipo de inteligencia. Es evidente que somos una especie superviviente y que ha sabido encontrar soluciones a problemas como desastres naturales, glaciaciones, y que aún siendo una especie tropical propia de las llanuras de Tanzania, ha sabido (o ha tenido la suerte de) adaptarse a casi cualquier hábitat planetario. Nuestra especie ha sabido buscar soluciones a problemas determinados que suponían la diferencia entre la pervivencia o la extinción. Aprendimos a cazar cuando escaseó la recolección. Aprendimos a mejorar las técnicas de caza utilizando armas, que aprendimos a convertir en arrojadizas inventando arcos y lanzas arrojadizas, así como el propulsor o altlatl. Del mismo modo, aprendimos a criar cerca a los animales que cazábamos, seleccionando para ese propósito aquellos más dóciles, y también a cultivar cerca las especies vegetales que recolectábamos lejos, convirtiéndonos así en unos expertos del ahorro energético. La energía y tiempo que ahorraban nuestros antepasados al no tener que ir a recolectar y cazar, por ser agrícolas y ganaderos pudo emplearse en otras funciones desarrollando increíblemente la inventiva. Además, nuestro pasado arborícola nos legó un dedo oponible. Una mano hábil. La potencialidad de esa mano desarrolló la inteligencia, que a su vez desarrolló nuevas potencialidades para esa mano. De haber descendido de las cabras y haber tenido pezuñas, seguramente otro gallo nos habría cantado.
Aprendimos a curarnos desarrollando métodos y aplicando técnicas, alargando así la vida paulatinamente. Aprendimos a dejar escrito el conocimiento para sobrepasar el límite de nuestra memoria y puede decirse que la inteligencia creció de forma exponencial a partir del momento de la invención de la escritura, cuando liberamos a nuestro cerebro de la pesada carga de tener que memorizar todo el conocimiento existente. A la vista de estos acontecimientos no es descabellado concedernos cierto grado de inteligencia o al menos inteligencia de algún tipo.
Pero igualmente evidente es que nuestra inteligencia no es patrimonio exclusivo nuestro, sino que es fruto de una inteligencia heredada de animales antecesores a nuestra especie, como fueron los homínidos africanos y los simios antepasados de dichos homínidos, etc. Esa inteligencia parte de los seres unicelulares que, buscando soluciones de una forma cuasi intuitiva llegaron a seres más complejos. ¿Por qué empeñarnos entonces en crear de la nada una inteligencia compleja? ¿No sería más lógico crear una inteligencia de modo evolutivo que fuese haciéndose más compleja a medida que se viese sometida a mayores problemas? Sin duda esta es mi opción. Una inteligencia creada de forma evolutiva será capaz de continuar evolucionando cuando se vea sometida a nuevos retos y dificultades. No será una inteligencia creada “tal cual”. En definitiva no habremos creado una inteligencia, sino un “sistema evolutivo inteligente”, que presentará diferentes estadios inteligentes a lo largo de todo su proceso.
Además, dado el constante aumento de la capacidad de proceso de los computadores, el grado de inteligencia equiparable al que nosotros hemos acumulado en unos cuatro mil quinientos millones de años desarrollándonos desde la ameba al homo sapiens, podría estar listo en, quizá, tan sólo unos decenios. Ahora bien. Esto plantea una espeluznante contrapartida. Si en tan sólo unos decenios una inteligencia creada primitivamente al nivel de una ameba lograse el nivel equivalente (que no igual) al de un ser humano, ¿a dónde iría a parar en el siguiente decenio? La velocidad de procesamiento de las máquinas las dotaría de una increíble capacidad de evolución que superaría a sus creadores y es esto lo que remueve los miedos más atávicos.
Aunque no podamos precisar cuándo, me atrevo a predecir que en el futuro llegaremos a superar los miedos o condicionantes ético-morales que permitan la creación de seres inteligentes de forma artificial. Es muy probable que la ciencia lo haga posible, y una vez sea posible, será un camino de obligado recorrido porque permitirá increíbles mejoras en calidad de vida a todos los niveles. Podrán realizar tareas peligrosas para los seres humanos. Podrán ser empleados para tomar decisiones de modo imparcial. Serán ideales a la hora de decidir masiva, pero inteligentemente, miles de decisiones.
En el momento en que hayamos desarrollado seres inteligentes, estaremos también expuestos a ser juzgados por ellos. La relación que surgirá entre humanos y artificiales será a todas luces uno de los grandes temas del futuro y a buen seguro se llevará toneladas de papel (de un modo figurado, claro está) en los medios escritos. Esa interacción es la que acometeré en un ejercicio de futuro-ficción en la próxima entrega.
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Nota preliminar: Es muy bonito enredarse en disquisiciones filosóficas sobre qué es y qué no es inteligencia, y sus enlaces con las emociones y la sociedad. Pasar de la inteligencia a secas, a la inteligencia emocional, y a la inteligencia social. Ahora bien, suponiéndonos capaces de crear inteligencia. ¿Debemos crearla?¿Qué implica?
Parece un contrasentido cuestionarse la procedencia o no de los deseos creacionistas del investigador en Inteligencia Artificial. Casi raya la herejía. Cuestionar un anhelo del ser humano prácticamente desde sus orígenes, después de siglos de Historia. Quizá precisamente esos siglos de Historia que llevamos a cuestas sean los que nos proporcionen la perspectiva adecuada para afrontar este dilema moral. Lo cierto es que la creación de una inteligencia artificial nos supondrá graves cuestiones como si esa inteligencia tendrá derecho a emanciparse de nosotros, o cómo habremos de vernos influidos por ella.
Hoy en día los sistemas que llamamos “de inteligencia artificial” demuestran ser realmente poco inteligentes y la Sociedad asume esta condición de los mismos. En la práctica somos objeto de numerosas decisiones llevadas de forma automatizada por sistemas de pseudointeligencia artificial. Cuando se pide un crédito en cualquier entidad bancaria por Internet, se nos solicitan una serie de datos con los cuales se decide automáticamente si nuestro caso merece la pena ser estudiado de forma personalizada, o es rechazado directamente. La Sociedad se protege de este tipo de decisiones (prueba de que no se fía mucho de ellas), y sin ir más lejos la Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal, 15/1999 establece en su articulado el derecho de oposición de cualquier ciudadano a que sus datos sean empleados en cualquier sistema automatizado de decisión. Es decir, que tenemos derecho a que se estudie nuestro caso aunque la página web del banco nos haya dado calabazas.
Estos sistemas pseudointeligentes se emplean también en otros ámbitos más peliagudos. Son usados, por ejemplo, en la asignación de camas o de plazas hospitalarias y en la gestión de listas de espera. Por ejemplo: A un servicio de Urgencias acuden dos personas, una con un esguince grave de tobillo, y otra con una arritmia cardíaca. A primera vista, parece que el señor con la arritmia cardíaca puede tener prioridad, pero sin embargo un esguince de tobillo grave no tratado puede tener consecuencias irreversibles a largo plazo y pueden producir incluso una minusvalía física, mientras que una arritmia cardíaca tratada puede convertirse en una enfermedad leve y crónica con la que el paciente puede vivir años sin prácticamente ninguna limitación en su vida cotidiana. Estas decisiones son objeto de controversia y los sistemas que las toman precisan de un cuidadoso diseño que contemple una abultada casuística destinada a no “meter la pata” en casos en los que la salud de las personas está en juego. Por eso en España podríamos solicitar que un ser humano fuese quien tomase esa decisión, aunque eso tampoco nos garantizaría gran cosa…
El caso es que por el momento usamos nuestra inteligencia como modelo. Quizá no en el afán de que nos imite, sino de que siendo como nosotros pueda suplirnos en determinadas circunstancias.
En 1950 Alan Turing, un matemático británico con un destacado papel en la Segunda Guerra Mundial, en los servicios de espionaje aliados, y uno de los máximos responsables de la ruptura del cifrado de la máquina Enigma alemana, y considerado uno de los padres de la computación tal y como hoy la conocemos hoy en día, estableció las bases de la Inteligencia Artificial y publicó un artículo que con el tiempo pasaría a conocerse como Test de Turing, que habría de superar todo sistema de inteligencia artificial para ser considerado realmente inteligente. Lo cierto es que la prueba en sí no es muy complicada en su concepción. Se basa en la idea de que consideramos un sistema como inteligente, cuando se comporta de modo inteligente. El viejo “por sus actos los conoceréis” del Nuevo Testamento. En esencia Turing estableció que una comunicación basada en cartas entre un humano y una máquina inteligente demostraría que la máquina es realmente inteligente si el ser humano no fuese capaz de discernir si conversaba con una máquina o con otro humano. De cualquier modo, la prueba de Turing ha tenido desde su proposición tantos detractores como seguidores. Una de las críticas más famosas fue la que popularizó Roger Penrose, de la sala china, propuesta por John Searle. Consiste en el supuesto de que un ser humano que no habla chino ni tiene ningún conocimiento de chino, se sitúa en una sala con numerosos manuales e información sobre el idioma chino. A este ser humano se le pasan por un buzón escritos en chino que él, con la documentación de la que dispone, traduce y responde. Los interlocutores fuera de la sala podrían pensar que este ser humano es chino. Este sería un caso del test de Turing en el que se superaría sin que ello supusiera que el sujeto del test supiese chino. Lo mismo podría ocurrir con un ordenador no inteligente, pero dotado de la suficiente información para dar respuestas coherentes. El caso es que en la superación del test de Turing de la sala china, las dudas que plantean tanto los detractores como los seguidores de Turing son: ¿Quién supera realmente el test? ¿El ser humano? ¿La sala en su conjunto, como ser humano ignorante más información? ¿Supone eso que un ser no inteligente con la suficiente información pasa a ser considerado inteligente? ¿Supone esto que el test de Turing no es válido para determinar la inteligencia o ininteligencia de un sistema?
Hoy en día el test de Turing se supera de forma normal. Pero se ejecuta de un modo que Turing no imaginó. Hoy en día el test de Turing nos lo plantean las máquinas a nosotros, para saber si somos humanos o no. Cualquiera de nosotros se ha sometido a un captcha. Un captcha es un sistema por el cual se nos presentan una serie de caracteres alfanuméricos distorsionados de forma que sólo un ser inteligente (de momento) sea capaz de reconocerlos, mientras que una máquina (por el momento) no puede reconocerlos y por tanto no puede acceder a ello. Normalmente los captchas se emplean para evitar que las máquinas hagan determinadas acciones de forma automatizada. Por ejemplo, para escribir un comentario en este blog, se somete al usuario a un captcha, de forma que evito que sistemas automáticos utilicen los comentarios del blog para colocar publicidad. Cada vez que superamos un captcha, en realidad estamos superando un test de Turing. Si bien el test de Turing que nos interesa superar, es el en que el ser humano somete a la máquina al test, y no al revés, como pasa con el captcha. No obstante la ciencia se afana en buscar soluciones, no para romper el sistema de seguridad de los captchas, sino porque el reconocimiento de patrones es una parte fundamental de la inteligencia. ¿Por qué sabemos que cualquier árbol es un árbol aunque nunca hayamos visto ESE árbol en concreto? Porque almacenamos en nuestro sistema los patrones identificativos de qué es un árbol (lo que Platón llamaba el concepto o idea de árbol) que nos permite reconocer como tal a cualquier árbol aunque nunca hayamos visto antes a un ejemplar concreto. Siguiendo un ejemplo simplista, de entre una serie de niños, sabemos encontrar cuál es el más alto de un modo más eficiente (que no más rápido) que un ordenador. Nosotros descartaríamos automáticamente a los más bajos dejando las comparaciones por pares para hallar el más alto de entre un grupo reducido. Si consiguiésemos que una máquina operase de ese modo las búsquedas de patrones que vemos en series como CSI, en las que se compara una huella dactilar con toda una base de datos brutal hasta encontrar una coincidencia se agilizarían enormemente. Y es que, aunque lento en comparación con un ordenador, nuestro cerebro es imbatible buscando patrones.
Otra de las cuestiones filosóficas que plantea la creación de la Inteligencia Artificial es la posibilidad de que esta inteligencia tome conciencia de sí misma. Y este tema de cariz existencialista viene de la mano de la posibilidad de que nosotros mismos seamos una inteligencia artificial creada en un sistema informático. Este tema, del que ya apunté algunas directrices en la segunda entrega al hablar de la autorreferencia, ha sido ampliamente debatido e incluso llevado al cine de forma magistral en, al menos tres ocasiones, a saber Abre los ojos, Matrix y Nivel 13, la primera de 1997 y las dos últimas de 1999, o en la literatura clásica en “Un mundo feliz” o “La vida es sueño”, por citar dos ejemplos. Es decir, el ojo que todo lo ve, pero no puede verse a sí mismo, o como dejó escrito magistralmente Antonio Machado, “El ojo que ves no es / Ojo porque tú lo veas; / Es ojo porque te ve.”
En definitiva estas divagaciones no son sino una evolución del mito platónico de la caverna, según el cual no podemos tomar consciencia del mundo real, sino de las sombras del mismo sobre el fondo de la caverna, pero que con el actual estado del arte en materia de computación, toma interesantes carices. En concreto fue especialmente famoso el artículo “Are you living in a Computer Simulation?” publicado por Nick Bostrom en el Philosophical Quarterly, vol. 53, de 2003, en el que postulaba que, más allá de que nosotros fuésemos o no parte de una realidad simulada, de serlo, seríamos incapaces de tomar conciencia de ello. En esencia se basa en los mismos principios que Hofstadter en su libro “Gödel, Escher, Bach: Un eterno y grácil bucle”. ¿Podrá una inteligencia artificial ser consciente de que es artificial? ¿En qué posición quedamos nosotros si usamos una inteligencia artificial? ¿Podría ser considerado de alguna manera esclavitud?
Tal como está el patio, parece que ya podemos ponernos manos a la obra para crear lo que hemos definido como “inteligencia” aún con limitaciones. Ahora queda lo más complicado, meternos en harina y acometer esa tarea.
Por cierto que hoy cumplo una vuelta más alrededor de nuestro sol, como tripulante de esta estupenda nave espacial que llamamos Tierra. Pero por favor, no quiero felicitaciones en los comentarios, sólo temas acordes al artículo.