Procrastinar este artículo desde el 14 de febrero, fecha en que comencé a escribirlo y fecha en que quedó en borrador, ha tenido esta vez un efecto positivo. Me ha permitido seguir hablando de este tema con gente a mi alrededor y darle más forma.
Decía en el borrador, que aquel día (14 de febrero) participé brevemente en una tertulia radiofónica sobre por qué votamos. Sobre qué nos impulsa a votar.
Las motivaciones para votar son tan variopintas como las formas de cocinar un muslo de pollo, y sin duda todas ellas son válidas. Los contertulios afirmaban que la mayoría de la gente votaba con convicción democrática, sentirse que están formando parte de un sistema democrático, y otras motivaciones elevadas, hasta que yo vinculé el por qué votamos, con otra importante cuestión: por qué votamos a quien votamos. Entonces parecieron darse cuenta de que en realidad, mucha gente vota, no por afán democrático, sino simplemente porque es el medio de conseguir votar a quien vota. Se entendió que la gente no le da tanta importancia al hecho de votar en si, sino a votar a una opción determinada.
Vayamos por partes, dijo el forense. Lo cierto es que el derecho a voto es algo que deberíamos valorar tanto como el tener agua corriente y microondas. Ya que es algo que en la mayoría de los países del mundo, o no existe, o es una mera pantomima sin significado ninguno. (Recuerdo cuando una vez pregunté en clase ¿Si la D de RDA significa Democrática, por qué en Alemania del Este no se puede votar? Creo que no me supieron responder sin que se notasen los colores. El derecho a voto es algo tan valioso (aunque como digo, aquí lo valoremos bien poco), que en muchas ocasiones se hace obligatorio. Por citar dos ejemplos, en Colombia y en Bélgica, dos países nada relacionados entre si, salvo un par de colores en su bandera, establecen la obligatoriedad de ejercer el derecho a voto. (Siempre me ha resultado gracioso eso de que te obliguen a ejercer un derecho). “Votar es un derecho y un deber”, dice siempre Yaiza. Yo no llego tan lejos. Como les dije a Cruz y Delgado aquel día, tan válido es el derecho a votar, como el derecho a no votar y quedarse uno en casa. La abstención en conciencia es otra forma de expresión. No hablo la abstención desidiosa del que no vota para poder irse a comer una tortilla de patatas al campo. Ese, además de valorar poco algo (el sufragio) por lo que quizá su padre o sus abuelos pegaron tiros en este país, es un merluzo ya que se puede votar por correo, como hago yo, y luego largarse el domingo a donde uno le dé la gana habiendo cumplido con el deber como ciudadano.
Pero vayamos a la otra gran cuestión. A mucha gente le dolería más no poder votar su elección, que no poder votar a nadie. Y es la segunda cuestión. Por qué votamos a quien votamos, de la que acabó hablando Manuel Cruz (va por ti). Porque lo cierto es que las motivaciones de la gente para votar a su candidato son a veces sorprendentes. He visto señoras que votaban a un candidato simplemente porque era más guapo. Los hay que votan por lo que yo llamo forofismo electoral, que son como los seguidores del Betis… “manque pierda” afortunadamente estos eran casi siempre abueletes que llevaban la guerra aún demasiado dentro como para hacer un análisis crítico. Hoy, si bien aún se da en algunos estratos de la sociedad, he de reconocer que estos forofos están en franco retroceso. Otra gente vota al que menos le disgusta por aquello del voto útil, en vez de votar a aquella opción con quien más se siente representado, forzado por la aplicación de una puñetera Ley D’Hondt, que tanto perjudica a nuestro sistema electoral, y que tan injusta es con la voluntad del pueblo. Otros votan, como mi amigo David, simplemente “para que no salga fulanito”. Incluso aunque jamás pensé que votaría a ese partido.
Cuando yo tenía veintitantos años, recuerdo que estas cosas me enervaban. Recuerdo que me investía de lo que Laura llamaba un despotismo ilustrado, recordándome aquella máxima de todo por el pueblo, pero sin el pueblo, cuando me atribulaba por la aparente falta de criterio de una inmensa porción del electorado que mostraba motivaciones electorales. Así, reconozco que durante un tiempo pensé que el derecho a voto no habría de ser universal, sino previa superación de una especie de examen de aptitud, que garantizase que el elector estaba en condiciones para intervenir en una tarea de la magnitud de decidir el gobierno y el rumbo de una nación durante casi un lustro. Afortunadamente los años le dan a uno el barniz suficiente para reposar las ideas y que se decanten al fondo las más densas, quedando arriba las más espirituosas. Hoy en día pienso que la motivación es lo de menos, y que mis sesudas razones para votar una opción política, tras horas de lectura de programas electorales, charlas interminables con unos y otros y largas meditaciones conmigo mismo, no hay nada que me diga que son más válidas que la motivación de una señora que vota a Zapatero porque le privan los señores con ojos azules. Basta con que esa sea la voluntad de un ciudadano, para que su voto sea tan válido como el mío, o como el de cualquier otro.
Así que si mañana, a no ser que en conciencia estés en contra del sistema electoral, a no ser que seas un amante de las tiranías o dictaduras, vota. Porque es tu derecho, y porque se ha vertido mucha sangre, sudor y lágrimas por conseguirlo. Valóralo. Y vota a quien te dé la gana. Al PSOE, al PP, a IU, a la Falange Auténtica o a cualquiera de sus otros sabores, al INDIO (Inmigrantes con Derechos de Igualdad y Obligaciones) o al partido de viudas cabreadas pidiendo descuentos en los sex shops. Da igual. Elige uno y vota. Exprésate. Hazte oír.
Porque como dice Fermín, siempre hay un 100% de votos, de modo que si no votas, alguien votará por ti. The show must go on…