Una mañana de domingo de final de la primavera pasada me despertó un enorme revuelo en mi habitación. Mi gato saltaba de un lado a otro, derrapando sobre los papeles, y tirando al suelo cuanto encontraba en las estanterías. Abrí un ojo, sorprendido, preguntándole al pobre animal qué rayos le pasaba, ya que normalmente es muy tranquilo. A los pocos segundos un casi inaudible y agudísimo sonido dirigió mi mirada hacia unos cuantos calcetines que había junto a mi cama y todo encajó. Allí, agazapada entre los calcetines, había una cría de gorrión. Un gurriato. Con sumo cuidado, lo cogí antes de que el gato lo detectase y continuase la debacle de la persecución.
Tenía aún cañones en las plumas y boqueras. Debido al calor yo dormía con la ventana abierta, y en un vuelo de prueba parece que había entrado por la ventana topándose con el juguetón gato. Estaba claro que sus aptitudes volátiles eran bastante precarias y dada la densidad de población felina del barrio nos pareció una temeridad soltarlo. Así que decidimos adoptarla temporalmente (es un hecho conocido que los gorriones no se adaptan jamás a vivir enjaulados). Le dimos de comer, de beber, y lo metimos en una enorme jaula que hay en casa con otra docena de pájaros, entre canarios de distintas variedades, periquitos y piquitos de coral. Allí, en compañía de sus primos, creció y vimos que el gurriato era gurriata. Y se convirtió en una hembra adulta de gorrión preciosa.
No obstante, se asustaba terriblemente y revoloteaba por el jaulón cada vez que algo se movía cerca. (No el gato, que a la jaula no le hace ni caso, sino nosotros). Cada vez que había que poner agua o comida en el jaulón, el dramático nerviosismo de la gorriona hacía que se diese topetazos contra todas las paredes, techo y suelo, que atropellase a sus compañeros de hábitat, etc. Y decidí que había que soltarla. Sin embargo, había llegado el otoño, y la comida empezaría a escasear, y tampoco me pareció un momento adecuado. Así, pasó con nosotros el otoño, el invierno, la primavera, y llegó este verano.
Sabía que tenía que soltarla, pero era una de esas cosas que nunca sabes muy bien cuál es el momento, hasta que anoche entré en el salón y a mi paso, comenzó el incesante huir sin llegar a ningún sitio de la gorriona. Y algo dentro de mí se estremeció por enésima vez. Así que ayudado de un trapo la cansé durante un rato, y cuando las fuerzas le flaquearon, el trapo le cayó encima como la red de los gladiadores cae sobre el tigre en las pelis de romanos. Se veía moverse bajo el trapo la jadeante respiración. Con sumo cuidado cogí su diminuto y frágil cuerpecillo. Es difícil hacerse a la idea de lo pequeño que es un gorrión hasta que se tiene uno en la mano. Coger un pájaro pequeño, como un canario o un gorrión requiere un esfuerzo de control tremendo. Apretar demasiado puede matarlo o asfixiarlo, pero ser demasiado cauto puede hacer que el pájaro se zafe de la presa y salga volando. Y reconozco que a pesar de haber cogido muchos pájaros desde pequeño, la gorriona se me escapó. La perseguí por el salón, pero ya estaba agotada y cuando bajó a descansar al suelo y me acerqué ya no me hizo falta el trapo para hacerme con ella. La metí en una jaula vacía, le puse agua y comida para que se recuperase, y al cabo de unos minutos apagué la luz.
Esta mañana he sacado la jaula a la ventana, y he abierto la puerta entre sus revoloteos. En medio de su histeria ha tardado un rato en darse cuenta de que era libre y que podía irse si quería. Cuando ha visto que un recuadro de cielo no estaba cruzado por barrotes se ha detenido, se ha asomado a la puertecilla, me ha mirado incrédula, e inmediatamente ha lanzado un aleteo larguísimo y sostenido que en su corta vida jamás había realizado, aunque de seguro había soñado con hacer. Y ha volado fuerte y alto alejándose de mí.
Y lloré mucho, aunque no sé muy bien por qué. Lloré hasta que la perdí de vista y hasta un rato después. ¡Suerte!