Crecí viendo el matrimonio como aquello que tenían papá y mamá, cuando un "marica" era aquel señor calvo y con bigotito que veraneaba todos los años en el apartamento de al lado y al que de cuando en cuando se le escapaba un ademán muy femenino. Crecí señalando con el dedo por la calle cuando veía a un hombre negro porque veía dos al año. Crecí en un país donde durante siglos, sociedad y religión fueron una sola cosa.
Pero este país mío empezó a evolucionar y resulta que el señor aquel del bigotito salió de un armario en el que al parecer estaba metido, y empezaron a venir montones de señores de otros países. De pronto aparecieron mezquitas, algunas de ellas clandestinas, donde sólo había iglesias. Y en mi país sólo se podía casar un señor con una señora, porque aunque fuera matrimonio civil, y aunque ambos fueran más ateos que Lenin, las leyes eran una herencia de un estado confesional que había perdurado por los siglos de los siglos en España. Por eso, cuando toda esa gente que decía estar dentro de un armario salió, y quiso casarse, no podía hacerlo porque una ley con regusto religioso se lo impedía. Y por eso cuando el señor que había venido de muy lejos, donde se podía casar con cinco señoras, tampoco podía casarse por la misma razón. Y justo en ese instante, precisamente en ese momento fue cuando me di cuenta de que algo tenía que cambiar de forma inminente en la forma de pensar. Fue cuando me di cuenta de cómo la religión seguía dictando nuestros destinos, aunque no fuésemos creyentes, aunque viviésemos en un estado aconfesional. Porque la sociedad estaba construida en torno a la religión, y escindirla era como intentar quitar la mantequilla de la tostada una vez había sido untada. Por más que rasparas con el cuchillo, la mantequilla se metía por los intersticios haciendo cada vez más imposible eliminarla, y cuanto más empeño ponías, más destrozabas la propia tostada dejando siempre restos de mantequilla.
Pero en mi país cada vez había más gente diferente, cada vez éramos menos homogéneos, y por tanto las leyes, más flexibles que las religiones, tuvieron que adaptarse y hacerse cada vez más universales.
Y es que yo viví el cambio de la sociedad del pasado a la del futuro. El momento en el que se escindieron finalmente religión y sociedad, y la sociedad fue de todos y la religión de cada uno.